" (...) El colegio es un
campo de batalla al que los niñxs son enviadxs con su cuerpo blando y su
futuro en blanco como únicos armamentos, un teatro de operaciones en el
que se libra una guerra entre el pasado y la esperanza. El colegio es
una fábrica de machitos y de maricas, de guapas y de gordas, de listos y
de tarados. El colegio es el primer frente de la guerra civil: el lugar
en el que se aprende a decir nosotros no somos como ellas. El lugar en
el que se marca a los vencedores y a los vencidos con un signo que se
acaba pareciendo a un rostro. El colegio es un ring en el que la sangre
se confunde con la tinta y en el que se recompensa al que sabe hacerlas
correr. Qué importa los idiomas que se enseñen allí si la única lengua
que se habla es la violencia secreta y sorda de la norma. Algunos como
Alan, sin duda los mejores, no sobreviven. No pueden unirse a esa
guerra.
La escuela no es
simplemente un lugar de aprendizaje de contenidos. La escuela es una
fábrica de subjetivación: una institución disciplinar cuyo objetivo es
la normalización de género y sexual. El aprendizaje más crucial que se
exige del niñx en la escuela, sobre el que se asienta y del que depende
cualquier otro adiestramiento, es el del género. Eso es lo primero (¿y
quizás lo único?) que allí vamos a aprender. Fuera del ámbito doméstico,
el colegio es la primera institución política en la que el niñx es
sometido a la taxonomía binaria del género a través de la exigencia
constante de nombramiento e identificación normativos. Cada niñx debe
expresar un único y definitivo género: aquel que le ha sido asignado en
su partida de nacimiento. Aquel que corresponde a su anatomía. El
colegio potencia y valora la teatralización convencional de los códigos
de la soberanía masculina en el niño y de la sumisión femenina en la
niña, al mismo tiempo que vigila el cuerpo y el gesto, castiga y
patologiza toda forma de disidencia. Precisamente porque es una fábrica
de producción de identidad de género y sexual, el colegio entra en
crisis cuando se la confronta con los procesos de transexualidad. Los
compañeros de Alan le exigían que se subiera la camiseta para que
probara que no tenía pecho. Le insultaban llamándole marimacho o
negándose a llamarle Alan. No hubo accidente, sino planificación y
concierto social al administrar el castigo al disidente. No hubo
excepción, sino regularidad en la tarea llevada a cabo por las
instituciones y por sus usuarios para marcar a aquel que pone su
epistemología en cuestión.
(...)
(...)Quiero imaginar una institución educativa más atenta a la singularidad del alumno que a preservar la norma. Una escuela micro-revolucionaria donde sea posible potenciar una multiplicidad de procesos de subjetivación singular. Quiero imaginar una escuela donde Alan hubiera podido seguir viviendo. "
Imagen: Arthur Leipzig
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